(Bloomberg View).- En una gira por América Latina la semana pasada, el premier chino Li Keqiang deslumbró a sus anfitriones con acuerdos potencialmente de gran envergadura. Los líderes latinos no deberían permitir, empero, que la fiebre del yuan los ciegue a su necesidad de establecer una relación más equilibrada con China, uno de sus socios económicos más importantes.
El viaje de Li a Brasil, Chile, Colombia y Perú se funda en la visión que planteó el presidente chino Xi Jinping en enero, cuando prometió que la inversión directa china en América Latina alcanzaría US$ 250,000 millones en el próximo decenio, y predijo que el comercio anual bilateral podría ascender a US$ 500,000 millones.
En los últimos 12 meses, las compañías chinas anunciaron un 37% más de acuerdos que los celebrados el año anterior. China ya eclipsó a los Estados Unidos como destino más importante para las exportaciones sudamericanas. Y ahora es el mayor acreedor anual de América Latina.
¿Qué tienen de malo los vínculos más estrechos con una de las economías más dinámicas del mundo? En principio, nada. En la realidad, empero, el patrón de los acuerdos de América Latina con China plantea problemas.
En el último decenio, por ejemplo, China compró una gran cantidad de soja, trigo, mineral de hierro y petróleo, pero no demasiadas exportaciones manufacturadas de la región (menos de 2%, a decir verdad), y las inversiones de China se realizaron mayormente en los sectores extractivos.
O sea que las exportaciones hacia China han producido menos empleos (y menos desarrollo de conocimientos) que las exportaciones a otras regiones. Además, el comercio y la inversión de China se han centrado en productos y proyectos que representan un gran costo ambiental en desforestación, gases de efecto invernadero y uso del agua.
La escala de Li en Brasil se propuso señalar un cambio respecto de este enfoque. Habló de proyectos de infraestructura ambiciosos, inversiones en finanzas e industria, compras de mineral de hierro, operadores, órdenes por aviones Embraer, y de levantar la prohibición china que pesa sobre las importaciones de carne brasileña. Y la presidenta Dilma Rousseff, por ejemplo, tuvo buenas razones para hablar de los acuerdos –por valor de US$ 53,000 millones, dijo su administración- dado que enfrenta una economía estancada, un escándalo político y un desastre fiscal.
Solo palabras.
Pero gran parte de todo esto fueron sólo palabras. En primer lugar, los chinos fijaron el total de inversión planificada en Brasil en solo US$ 27,000 millones. Algunos de los acuerdos reestructuran convenios anteriores; otros simplemente son memorandos de entendimiento. Y si la experiencia pasada sirve de guía, más de uno se marchitará en las lianas amazónicas.
No hay mal que por bien no venga, después de todo. La perspectiva muy publicitada de un ferrocarril desde Brasil hasta Perú –el acuerdo de la semana pasada estableció tener un estudio de factibilidad para 2016- atravesaría algunas de las zonas ecológicamente más sensibles de la región. Y si bien América Latina necesita imperativamente infraestructura, el condicionamiento de los proyectos respecto de la utilización de trabajadores chinos y equipos chinos reduciría su impacto positivo.
Un verdadero peligro es que los gobiernos latinoamericanos necesitados de efectivo realicen acuerdos que luego lamenten. Venezuela es casi adicta a los préstamos chinos a cambio de petróleo, que no sólo permitieron su represión política y su mala gestión económica, sino que también bloquearon una parte significativa de su futura producción petrolífera.
Marginada de los mercados de capital internacionales, una Argentina disfuncional se ha zambullido en la alcancía de China, otorgando a cambio proyectos de infraestructura sin licitación y requisitos de visa menos rigurosos para los trabajadores chinos. Esa influencia económica china creciente está generando más resentimiento local.