No hay que apostar contra el euro, que llegó para quedarse

Al margen de lo que en la actualidad pasa por diplomacia, hay muchos motivos para preocuparse respecto del euro.

(Foto: Reuters).
(Foto: Reuters).

Por Barry Eichengreen

(Bloomberg) “Las versiones sobre mi muerte son muy exageradas”, habría dicho un Mark Twain canoso pero por completo ambulante durante un viaje por Europa en 1897. Si el euro pudiera hablar, sin duda diría algo similar, y tendría muchas ocasiones para hacerlo, ya que las versiones sobre su inminente deceso están muy difundidas.

El último voto de desconfianza procede de Ted Malloch, que aspira a ser el embajador del gobierno de Donald Trump ante la Unión Europea y que hace poco opinó que “acortaría” el euro, el cual, en su opinión, se derrumbaría en los próximos 18 meses.

Al margen de lo que en la actualidad pasa por diplomacia, hay muchos motivos para preocuparse respecto del euro.

La crisis griega vuelve a agravarse: el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el gobierno alemán no logran ponerse de acuerdo sobre otro rescate para el país, que el próximo verano deberá enfrentar un abultado pago de intereses.

Este año habrá elecciones en Alemania, Francia y posiblemente en Italia, los tres grandes países de la zona del euro.

En Alemania, la canciller Merkel parece estar a salvo. Pero un gobierno francés encabezado por el Frente Nacional de extrema derecha de Marine Le Pen o un gobierno italiano del populista Movimiento Cinco Estrellas de Beppe Grillo no son alternativas inconcebibles.

Los dos partidos se han opuesto a la pertenencia de sus respectivos países a la zona del euro y prometieron convocar a sendos referéndums sobre Europa. Su oposición se basa en el mismo tipo de nacionalismo que anima a Trump y a sus seguidores.

Como el presidente de Estados Unidos, Le Pen, Grillo y sus partidarios critican todo lo que limite su capacidad de, como dicen, impulsar los intereses nacionales, lo que comprende (o en realidad empieza por) la moneda única.

El hecho de que la moneda europea tenga graves falencias contribuye a su argumentación. No hay un Tesoro europeo que respalde el euro y dirija la política fiscal.

La unión bancaria necesaria para complementar la unión monetaria europea sigue sin completarse. Aún no hay un sistema europeo de seguro de depósitos que limite el pánico y las corridas bancarias; tan sólo un régimen de resolución impracticable pensado para liquidar –o, con suerte, recapitalizar- los bancos en problemas.

El Banco Central Europeo (BCE) no publica votaciones ni minutas. Podría ser el banco más independiente del mundo, pero es también el menos transparente.

El libre desplazamiento de la mano de obra tenía por objeto contribuir a resolver los desequilibrios en la zona del euro. Pero los trabajadores nunca se han desplazado entre los países de la zona del euro con la libertad que lo hacen en el territorio de los Estados Unidos –las diferencias lingüísticas son sólo una de las razones-, y ahora lo harán aún menos libremente en tanto los países de la Unión Europea limiten la inmigración.

Así lo admite el análisis académico. El Nobel Joseph Stiglitz ha enumerado muchos de esos problemas en su libro “The Euro: How a Common Currency Threatens the Future of Europe” (El euro: Cómo una moneda común amenaza el futuro de Europa).

Pero los observadores atentos notarán que los escépticos vienen pronosticando el fin del euro desde su creación en 1999. Se han equivocado durante casi 20 años. Vender el euro en corto –en esencia, apostar a su desintegración- ha sido el asesino de las operaciones financieras.

Hay dos elementos que aglutinan el euro. En primer lugar, el costo económico de una ruptura sería muy alto. En cuanto los inversores sospecharan que Grecia contempla reintroducir la dracma a los efectos de depreciarla contra el euro, o contra un “nuevo marco alemán”, transferirían todo su dinero a Fráncfort.

Grecia experimentaría la madre de todas las crisis bancarias. El “nuevo marco alemán” entonces se dispararía y destruiría el sector exportador de Alemania.

En términos más generales, quienes pronostican, o impulsan, el fin del euro tienden a subestimar las dificultades técnicas de reintroducir las monedas nacionales.

Sugieren imponer de forma temporaria controles de capital para evitar la fuga de los tenedores de euros mientras se establece el nuevo dinero –electrónico o de otro tipo- con rapidez. Eso supone ignorar la complejidad de eliminar los controles una vez que se los adopta.

Basta con recordar las experiencias de Islandia y Chipre, que necesitaron años, no días, para eliminar por completo sus controles “temporarios”.

Quienes lo proponen sugieren una rápida reestructuración de las deudas de los bancos, compañías y hogares con obligaciones denominadas en euros, sin darse cuenta de que la deuda de una persona es el activo de otra.

Por otra parte, como tanto el préstamo como la toma de crédito trascienden las fronteras, un acuerdo sobre reestructuración de deuda exigirá prolongadas negociaciones entre países si el país que abandona el euro quiere evitar represalias.

Ese proceso haría que las negociaciones del Reino Unido por el Brexit parecieran un juego de niños.

En el caso de los países del sur de Europa hay una complicación adicional. Tendrían una enorme cuenta con el BCE, y por extensión con los demás estados miembro que son accionistas del BCE, para resolver sus balances del Target2, obligaciones derivadas de pagos transnacionales con fondos del banco central.

El presidente del BCE, Mario Draghi, aclaró hace poco que a los países que abandonen el euro se les presentará esa cuenta. En el caso de Italia, por elegir un ejemplo no del todo azaroso, esos balances ascienden en la actualidad a 360,000 millones de euros (US$ 383,000 millones), o aproximadamente 6,000 euros por cada hombre, mujer y niño.

Es alrededor de diez veces sobre una base per cápita de lo que probablemente el Reino Unido le deba a la Unión Europea (UE) por su divorcio. Además, si un país como Italia opta por no cumplir con sus obligaciones del Target2, se lo expulsará sin ceremonia alguna de la UE.

Eso nos lleva al segundo elemento aglutinador, que con la excepción del Reino Unido los países europeos siguen dando un valor considerable a la pertenencia a la UE.

Esa pertenencia tiene ahora aún más importancia en momentos en que el presidente Trump ha puesto en duda la OTAN y ya no se considera a los Estados Unidos un aliado confiable.

El ejemplo de la primera ministra británica Theresa May, reducida a alternar con Trump y el primer ministro turco Recep Tayyip Erdogan, no es algo que quieran imitar muchos otros políticos europeos.

En un artículo del 2007, también yo hice una apuesta; que si bien tenía defectos, el euro no iba a desaparecer. Sostuve que era como el hotel barato de las monedas. Como el Hotel California de la canción, al que se puede entrar pero del cual no se puede salir.

Durante 10 años estuve en lo cierto. Sin duda el desempeño del pasado no garantiza futuros retornos, como sabe todo inversor prudente. A pesar de ello, a diferencia del candidato a embajador Malloch, sigo pensando que apostar contra el euro es un mal consejo.

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