Brasil y las lecciones de un Armagedón futbolístico

La Copa Mundial ha tenido lugar justo cuando los brasileños se sienten menos seguros sobre el curso de su país. La economía se ha desacelerado a paso de tortuga.

En la primera vez que Brasil fue sede de la Copa Mundial de fútbol, en 1950, fue famosa la derrota en la final por 2-1 ante Uruguay , después de recibir dos goles en 13 minutos en el segundo tiempo. Así de desinflados estaban los brasileños que Nelson Rodrigues, un dramaturgo y periodista, describió la ocasión como una “catástrofe nacional … nuestra Hiroshima”.

Si ese es el punto de referencia, entonces el 7-1 en semifinales del 8 de julio a manos de Alemania en el estadio Mineirao de Belo Horizonte fue el Armagedón de Brasil. No fue solo la magnitud de la derrota, la peor desde 1920. También fue la manera en la que los rápidos y técnicamente superiores jugadores de Alemania, entraron a su casa, con tanta facilidad como un machete rebana una yuca. Para echar sal en una herida abierta, fue el eterno rival de Brasil, Argentina , el que llegó a la final.

Esta humillación ha dejado a los brasileños con neurosis de guerra. Ningún otro país en el mundo tiene una mayor identificación con el fútbol, como la destacada por la hipérbole de Rodrigues. Eso puede ser en parte debido a que Brasil no tiene Hiroshimas reales que temer: además de una breve participación en el bando aliado en Italia en 1944/45, no ha peleado una guerra desde 1860 (contra Paraguay). Gracias a la buena fortuna y la tolerancia, no enfrenta ni amenazas militares, ni terrorismo, ni tensiones étnicas o religiosas.

Pero esta identificación con el fútbol es también porque el deporte ha proporcionado una narrativa nacional y un aglutinante social. En un país que durante largos períodos de tiempo no ha logrado estar a la altura de su potencial, la destreza en el fútbol proporciona “una confianza en nosotros mismos que ninguna otra institución ha dado a Brasil”, señaló el antropólogo Roberto Da Matta en la década de 1980 . Brasil ha ganado cinco Copas del Mundo, pero ningún brasileño ha ganado un premio Nobel.

Al ganar el derecho a organizar la Copa Mundial este año (y los Juegos Olímpicos en Río de Janeiro en 2016), Luiz Inácio Lula da Silva, el entonces presidente de Brasil, ha querido destacar que el país tiene ahora otras razones para confiar más allá del fútbol. El torneo se presentaría en la séptima economía más grande del planeta, una democracia vibrante y un notable progreso social que ha visto a la pobreza y a la desigualdad en los ingresos reducirse de manera permanente este siglo.

Pero el torneo ha tenido lugar justo cuando los brasileños se sienten menos seguros sobre el curso de su país. La economía se ha desacelerado a paso de tortuga; la inflación está en 6.5%, a pesar de una sucesión de alzas de la tasa de interés. Los US$ 11,000 millones del gasto público en estadios ayudaron a desencadenar grandes protestas el año pasado por los malos servicios públicos, la corrupción y las prioridades equivocadas de los políticos.

Los apuros de última hora para terminar los estadios, y el trágico derrumbe de un paso elevado de nueva construcción en Belo Horizonte de este mes, han puesto de relieve las dificultades de Brasil en cuanto a proyectos de infraestructura.
Contrariamente a algunas previsiones, el evento en sí se desarrolló sin problemas, sin interrupciones de transporte o protestas significativas.

Como era de esperar, la mayoría de los fans tuvieron un gran momento. Las encuestas mostraron que los brasileños alentaron la idea de organizar el torneo.

La demoledora derrota de Brasil ha robado a Dilma Rousseff cualquier esperanza de que la Copa Mundial pudiera darle un impulso en las elecciones en octubre, en la que buscará un segundo mandato. Pero tampoco va a ayudar a la oposición. Las cosas no son tan simples. Los brasileños van a tener siempre otros asuntos en su mente cuando voten en tres meses. En 1998, el presidente ganó las elecciones cuando Brasil perdió mal en la final del Mundial; y su sucesor elegido perdió en el 2002, cuando Brasil ganó la Copa.

A un nivel más profundo, sin embargo, la humillación del Mineirao, contribuye a fortalecer el estado de ánimo negativo del país. Y eso es potencialmente peligroso para Rousseff. Aunque las encuestas siguen mostrándola como la favorita, recién ahora la campaña va ser en serio. Su índice de aprobación se sitúa apenas por encima del 40%, y las encuestas muestran consistentemente que entre el 60% y el 70% de los brasileños quieren un cambio.

Con el partido de los trabajadores de centro-izquierda en el poder durante 12 años, ¿qué puede ofrecer ella ahora? Su apelación es, en esencia, los logros del pasado- un enorme aumento en el empleo y los salarios reales, los cuales están ahora empezando a moverse en reversa.

Del mismo modo, el desastre del Mineirao demostró que el fútbol brasileño ya no es una fuente de confianza nacional. También necesita cambios que van mucho más allá de la construcción de relucientes nuevos estadios. Sus funcionarios son corruptos y su liga doméstica mal gestionada.

El vivir en la gloria pasada, es introspectivo y tácticamente obsoleto. Los brasileños pueden acabar concluyendo que necesitan una nueva dirección y nuevas ideas, tanto dentro como fuera de la cancha.

Tomado de la revista The Economist

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