Consejos para ayudar a Donald Trump en su etapa de escuchar

Trump está ahora en la etapa de mirar y escuchar. Se dice que Trump está dando marcha atrás en relación con sus promesas de campaña, pero eso es una buena señal.

(Bloomberg) A menudo se ha vinculado a Donald Trump con algunos gobernantes autoritarios y se lo ha comparado con otros. La verdad es que aún no ha hecho demasiado para justificarlo, pero éste es un momento peligroso: algunos autoritarios actuales también comenzaron de esta manera, y se los empujó hacia un camino dictatorial.

Mucho se ha escrito sobre la presunta afinidad y la relación de Trump con el presidente ruso Vladimir Putin y el mandatario turco Recep Tayyip Erdogan. Guy Verhofstadt, un destacado negociador del Brexit por la Unión Europea, ha calificado a Trump, a Putin y a Erdogan de “un círculo de autócratas” que busca rodear a Europa. Aparte de eso, se ha comparado a Trump con el iraquí Saddam Hussein, con Uhuru Kenyatta, de Kenia, y con el indio Narendra Modi, todos ellos autoritarios en diferente medida.

Supongo que todo el que haya observado de cerca a un autoritario populista puede encontrar ciertas similitudes. Trump, por ejemplo, tiene una desvergonzada obsesión por sí mismo y es muy susceptible a la burla y la crítica de los medios. Es imposible no ver el parecido con un Erdogan que exigió que se encarcelara a un cómico alemán por escribir unos versos burlones sobre él, o con un Putin cuyos colaboradores se aseguran de que las fotografías oficiales del menudo presidente ruso disimulen la diferencia de altura con otros gobernantes mundiales.

Comparar líderes carismáticos, sin embargo, es una tarea ingrata. Si bien hace falta cierto tipo de personalidad para llegar a la cima, sobre todo en un sistema caótico e imperfecto como los que ahora gobiernan figuras autoritarias, las diferencias son igualmente importantes y evidentes.

Trump es religioso sólo de manera superficial y, en todo caso, podría decirse que es antimusulmán. Erdogan ha devuelto el islam al primer plano de la vida pública turca. Trump es un empresario con una historia complicada de grandes éxitos y también grandes fracasos. Putin, en cambio, es un ex oficial de inteligencia y nunca trabajó en el sector privado. Trump es una celebridad televisiva que tiene muy claro cómo actuar en relación con los medios. Kenyatta, por su parte, es un matón cuyo primer instinto es la supresión. Trump es un recién llegado a la política, sobre la cual hasta podría decirse que lo ignora todo, mientras que Modi es un político experimentado, tanto en el proselitismo como en la función pública.

Podría seguir, pero el principio general está claro: si se buscan similitudes, se las encontrará, pero no existe un personaje autoritario universal. Personas muy diferentes se ven catapultadas a la cima de un país debido a la demanda de mano dura, de un cambio drástico o de ambas cosas. Cómo actuarán una vez que estén ahí es algo que suele no estar predeterminado.

Como ruso, he observado a Putin muy de cerca, y pienso que su gobierno podría haber sido diferente de haberse visto condicionado de otra manera por la sociedad rusa y los gobernantes extranjeros con los tuvo que interactuar.

Al igual que Trump, Putin llegó a la presidencia de forma inesperada: su predecesor, Boris Yeltsin, lo eligió de forma más bien repentina y no mucho antes de renunciar. Orientarse le llevó la mayor parte de su primer gobierno, y sus redes de apoyo ejercieron una fuerte influencia en él.

Un grupo de economistas liberales que vio su llegada como una oportunidad para establecer reformas lo convenció de impulsar una reforma fiscal casi libertaria con una tasa impositiva plana. Un grupo de ex oficiales de la KGB como él lo persuadió de que los grandes negocios necesitaban más control estatal y menos influencia política. Un grupo de ideólogos imperiales que había permanecido inactivo durante la gestión de Yeltsin pero que ahora de pronto tenía esperanzas, impulsó controles centralizados más fuertes y menos soberanía para las regiones rusas a los efectos de evitar el separatismo.

Recuerdo que el primer Putin estaba siempre dispuesto a escuchar. Buscaba ideas y políticas que adoptar, así como gente en quien confiar. Algunas coincidieron con sus propias ideas, otras las modificaron. Putin, por supuesto, también respondía a lo que había escuchado de sus votantes: querían menos anarquía y más oportunidades económicas. No había, sin embargo, ningún indicio claro del pensamiento de los votantes en cuanto a política exterior. Los rusos se consideraban parte de la civilización europea y no sentían inclinación alguna a verse como perdedores de la Guerra Fría.

A medida que pasaban los años, Putin tomó conciencia de dos cosas: Occidente –tanto Europa como los Estados Unidos- se mostraba muy dispuesto a aceptar el dinero ruso pero no tan dispuesto a hacer de Rusia un verdadero miembro del club; y si bien a la mayor parte de los rusos les importaba más su bienestar que las libertades civiles, la intelligentsia siempre lo iba a odiar por ser un ex oficial de la KGB, independientemente de lo que hiciera. Alentado por su creciente experiencia de gobierno, por fin actuó con confianza. El mundo se sorprendió.

El camino de Erdogan fue, en cierto sentido, similar. Dudo de que planeara establecer un régimen autocrático en Turquía cuando llegó al poder. Dado el tradicional papel del ejército de protector de la democracia, la idea habría parecido imposible. Durante sus primeros años en el poder, en realidad limitó una estricta ley antiterrorista, amplió la democracia, adoptó una actitud conciliadora respecto de la minoría kurda de Turquía e impulsó la desregulación económica.

Por último, sin embargo, Erdogan descubrió que podía ser más autoritario, y que Occidente le había proporcionado escasos incentivos para no intentarlo. Las negociaciones para el ingreso a la Unión Europea eran una broma; los Estados Unidos, teóricamente un aliado, daban por sentado el apoyo de Turquía. Como a Putin, a Erdogan le resultó fácil ver enemigos en Occidente y entre los intelectuales de su país: hiciera lo que hiciera, no le darían respiro porque no tenía idea laicistas como ellos.

Trump está ahora en la etapa de mirar y escuchar. Dijo a periodistas del New York Times que una reunión con el general James Mattis cambió su actitud respecto de la tortura: el general le había dicho que una cajetilla de cigarrillos y un par de cervezas por lo general resultaban más efectivos. Es evidente que las reuniones que mantuvo con el presidente Barack Obama lo han hecho cambiar de opinión respecto de revertir el Obamacare. Se dice que Trump está dando marcha atrás en relación con sus promesas de campaña, pero eso es una buena señal. Es obvio que está escuchando y que no limita su círculo al grupo relativamente reducido que lo rodeó durante la campaña.

Mucho de lo que Trump haga como presidente dependerá de lo que escuche ahora y de la reacción que despierten sus primeros pasos. Da indicios de que la cobertura periodística tendrá importancia para él al reunirse con conductores televisivos y columnistas del New York Times. Si percibe que lo que hace es objeto de protestas y desprecio –lo que sigue calificando de “injusticia”-, sentirá la tentación de ignorar esas opiniones, tal como hacen Putin y Erdogan, para luego contraatacar con virulencia, tanta como lo permita el contexto estadounidense. Puede ignorar a los medios tradicionales, abandonar el habitual grupo de prensa de la Casa Blanca y comunicarse directamente con los votantes vía Twitter.

Lo mismo vale para los gobernantes extranjeros. Si lo tratan como un bufón, un paria o un novato inexperto, el motor de la política de los Estados Unidos podría terminar por ser su rencor, así como las de Rusia y la de Turquía responden a los sentimientos de agravio de Putin y Erdogan.

Los Estados Unidos tienen una enorme ventaja en comparación con Rusia y Turquía: cuentan con un nutrido grupo de burócratas, políticos e intelectuales creíbles que pueden ejercer influencia en la presidencia de Trump. El país tiene instituciones independientes y maduras –la justicia, los medios y un parlamento bicameral, así como importantes facultades asignadas a los estados- ante las cuales el presidente debe rendir cuentas y que actúan como límite. Pero Trump también tiene margen de maniobra, sobre todo en política exterior. Dados el poder, las dimensiones y la influencia de los Estados Unidos, la posibilidad de generar inestabilidad en el mundo es muy grande.

Este es el momento de relacionarse con un gobernante que aún no ha decidido qué quiere ser ni ha determinado qué quiere hacer. Es probable que los golpes y desaires en respuesta a su retórica de campaña lo lleven hacia el camino más destructivo. Para la sociedad estadounidense y la comunidad internacional es importante crear incentivos para que Trump aprenda y se vuelva más sabio en lugar de amargarse y volverse más rencoroso.

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