A la gente le gusta hacer bromas sobre la comida y a lo largo de la historia se ha burlado de otros por ingerir cosas raras. En 1755, el escritor inglés Samuel Johnson definió la avena como “un grano que en Inglaterra alimenta caballos pero que en Escocia lo consumen las personas”. Los nacionalistas decimonónicos japoneses desdeñaban la cultura occidental por su “hedor a manteca” y hoy, los poco amables llaman “limoneros” a los británicos, “frijoleros” a los mexicanos y “come ranas” a los franceses.
Usualmente, los insultos de ese tipo tienen un tinte político. George Orwell se quejaba de que el socialismo era impopular en Inglaterra porque atraía a todos los que “toman jugos de frutas, son nudistas y maniacos sexuales”. En muchos países, los políticos que desean implicar que sus rivales han perdido el contacto con los votantes, los tildan de preferir delicadezas elitistas como café latte, müsli y quinua.
Este grano sudamericano posee una particular mala reputación. Para sus fans es un superalimento, pero para sus detractores es pretencioso e insípido. Una publicidad de la Big Mac se hizo eco de ese prejuicio: “Atención sibaritas y gastrónomos, no podrán obtener nada así de jugoso de la soya o la quinua”, y agregaba que “si bien (una Big Mac) es enorme, su ego no lo es”.
Incluso quienes adoran la quinua temen que comerla cotidianamente podría no ser ético. ¿Qué pasaría si una mayor demanda hipster eleva el precio y fuerza a los pobladores andinos a reducir su consumo del grano? ¿Y si el precio cae y empobrece a los agricultores andinos? Un titular de la revista de izquierdas Mother Jones capturó perfectamente la confusión de los bienintencionados gourmets occidentales: “Quinua: ¿buena, mala o solo muy complicada?”.
The Economist no ha adoptado ninguna posición sobre el sabor de la quinua, pero su propagación es síntoma de una tendencia positiva. Cada vez más gente en los países occidentales ricos consume menos trigo y más cereales que tradicionalmente son cultivados en países pobres como mijo, sorgo, tef y, por supuesto, quinua. La clase media asiática come más fideos y pan hechos de trigo y menos de arroz, y en África occidental, el consumo per cápita de arroz ha aumentado 25% desde el 2006 y el de mijo ha caído en el mismo porcentaje.
Todo esto es bueno, pues es una señal de la creciente prosperidad y la expansión de las opciones. La difusión de mejores técnicas agrícolas ha elevado la productividad, lo que ha posibilitado que la humanidad se alimente a pesar del aumento demográfico. La rápida urbanización ha provocado la disminución de la población rural, pero ha permitido que más gente tenga dinero para probar nuevas variedades de granos.
En suma, la globalización ha facilitado que las técnicas alimenticias y agrícolas crucen fronteras, lo que significa que los habitantes de todos los continentes puedan experimentar nuevos sabores y texturas. La migración y el turismo han expandido los horizontes culinarios de las personas: los visitantes chinos en Francia regresan a casa antojados de baguetes y los estadounidenses que viven cerca de inmigrantes etíopes aprenden a saborear “injera” (un pan plano de tef).
La globalización y la modernización de la agricultura han contribuido a reducir notablemente el hambre. Entre 1990 y el 2015, la proporción de niños menores de 5 años desnutridos cayó de 25% a 14%. La subalimentación también es menos severa: la deficiencia de calorías bajó de 170 a 88 diarias al 2016. Y entre 1990 y el 2012, la proporción del ingreso que la población pobre destina a alimentos disminuyó de 79% a 54%.
En cuanto a los productores de quinua, no hay que preocuparse. Un estudio de la Universidad de Minnesota halló que la situación de los hogares peruanos mejoró gracias al boom del grano, incluso si no lo cultivan, porque los flamantes prósperos agricultores de quinua adquieren más bienes y servicios de sus vecinos.
Es cierto que la mayor prosperidad ha generado un incremento de la población que sufre de obesidad morbosa, pero la solución no es empobrecer a esa gente, que es lo que las posturas contra la globalización harán si tienen éxito.
Así que en lugar de criticar presuntuosamente el gusto de Donald Trump por los bistecs bien fritos y bañados en kétchup, los liberales deberían preocuparse por los planes del Gobierno estadounidense de erigir barreras comerciales y posiblemente comenzar una guerra comercial, lo cual empobrecería y aumentaría el hambre en el mundo.
Traducido para Gestión por Antonio yonz Martínez
The Economist Newspaper Ltd, London 2017