AFP.- Seis tiendas de campaña sobre la acera. Una mujer mayor, con chaleco rosa sobre sus frágiles espaldas, se seca las lágrimas frente al cartel donde están marcados los nombres de la veintena de personas atrapadas bajo los escombros de un inmueble destruido por el terrible sismo que sacudió México.
Hace cerca de 48 horas que esperan y la cuenta regresiva es cada vez más insoportable. Pero los allegados a esos desaparecidos mostraban este jueves una firme esperanza.
“Parece que todos los que están dentro están vivos”, asegura Samuel Torres, de 25 años, mientras contempla el montón de escombros del otro lado de la calle Alvaro Obregón, sobre la que trabajan los socorristas profesionales y militares. Allí estaba la oficina de su amiga Karen Nallely Flores, quien trabajaba en el cuarto piso en un estudio contable. El mismo de Karina Gabriela Albarran Luna, de 30 años. Su tío Armando habla en nombre de su hermana, demasiado emocionada como para hacerlo. “Los indicios muestran que aún hay gente allí, parece que aún están con vida. (…) La esperanza se mantiene”.
‘Mi padre se quedó’
Gustavo Caballero le da la espalda a las ruinas del edificio bajo las cuales --está convencido-- su padre, David, electricista de 70 años, está enterrado vivo.
“Mi papá nunca había venido aquí”, en Colonia Roma, un barrio con bellos edificios antiguos y plazas arboladas, “pero vino a colocar cámaras de vigilancia con otra persona. Iban a salir a comer pero la otra persona se adelantó para pagar el parquímetro que acababa a las 13H15 y mi papá le dijo ‘vete ahorita que te alcanzo’”, cuenta Gustavo en voz alta.
A las 13H14 la tierra empezó a temblar a raíz de un poderoso sismo de 7.1 grados. “La otra persona agarró el ascensor y consiguió salir pero mi papá quedó arriba”.
Al igual que otros familiares, tiene una confianza cercana a la fe: el cuarto piso era el último del edificio. “Por eso tengo la esperanza, porque nada más sería levantar una losa”. “La esperanza no la vamos a perder, De hecho le dije a mi madre: ‘hasta que no lo traigamos, no nos vamos’”.
Mientras habla, los puños se levantan detrás suyo. Señal universal desde hace dos días en esta megalópolis de 20 millones de habitantes para pedir silencio y así poder captar signos de vida.
72 horas antes de la demolición
Junto a otros allegados de desaparecidos, centenares de voluntarios trabajan con máscaras contra el polvo para despejar los escombros, distribuir alimentos entre los familiares y socorristas. De repente, muchos pasan corriendo en dirección a los escombros, munidos de vigas y tablas.
“Médicos, médicos”, grita alguien un poco después, haciéndose eco de los pedidos provenientes del inmueble derrumbado.
El tiempo se acelera, algunos voluntarios corren ahora hacia las ruinas. Pero poco después las voces rompen nuevamente el silencio, los puños se bajan. Señal cruel para los allegados que siguen esperando.
El tiempo apremia porque el protocolo indica que a partir de las 72 horas se detengan las búsquedas y lleguen los bulldozers para retirar los escombros. Ya hay familiares que pasan con carteles contra las máquinas.
‘Triple agonía’
Pola Díaz, de 53 años, también pide una pausa. Mujer menuda con la mirada vivaz y casco, es parte de los “topos”, esos socorristas que han descubierto su arriesgada vocación durante el sismo de 1985, que paralizó la ciudad y dejó al menos 10,000 muertos (30,000, según algunas estimaciones).
No tenía ninguna experiencia antes del 85. Se hizo rescatista y viajó por el mundo. “Me he ido capacitando y ahora coordino las operaciones de Topos Adrenalina Estrella”, dice. Insiste en que las labores de rescate no deben parar a las 72 horas automáticamente.
“Lo único que yo pediría (…) es que no se fuera tan estricto con este protocolo, que hubiera un poco más de flexibilidad, que se piense no solamente en las personas que están adentro sino (en las) que están afuera y con una doble o triple agonía porque hay uno o mas familiares desaparecidos, incluso sepultados”, agrega.