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Las esculturas públicas que trazan un mapa de sensaciones por el mundo
FOTOGALERÍA. La escultura, como la poesía, es un arma cargada de futuro. Y más cuando se saca de los museos, cuando su hábitat natural cambia los suelos encerados por las calles manchadas de rutina. Cuando su fuerza no se basa en la admiración erudita, sino que consigue cambiar el paso, volver la vista y conmocionar durante unos instantes. Y estas obras repartidas por todo el mundo consiguen despertar el corazón y el sistema límbico sin necesidad de más lenguaje que el del volumen.
Hachiko (Tokio). Su estatua es un soplo de ternura en la agitada Shibuya. Un recuerdo a un perro de raza Akita que permaneció nueve años esperando a su dueño, el profesor universitario Eisaburo Ueno, en la salida 8 de la concurrida estación sin asumir o entender que ya nunca volvería. Su historia no deja de conmocionar, por mucho que su estampa a veces se funda con el histrionismo pop de esta parte de Tokio y se ha convertido en una pequeña meca para aquellos que veneran la relación hombre-mascota.